[ Pobierz całość w formacie PDF ]
está enviando por toda la cordillera para que haga todo lo que pueda. Para muchas es
demasiado tarde.
El curandero revisó la cincha, aflojó una correa y se subió a la silla de montar, no lo
hizo muy expertamente, pero el burdégano no se quejó. Levantó el largo hocico color
crema y los hermosos ojos para mirar a su jinete. Él sonrió. Regalo nunca lo había visto
sonreír.
¿Nos vamos? le dijo al vaquero, quien se puso en camino inmediatamente
después de que él saludara a Regalo con la mano y su pequeña yegua resoplara. El
curandero iba detrás. El burdégano tenía un andar tranquilo, de piernas largas, y su
blancura brillaba con la luz de la mañana. Regalo pensó que era como ver a un príncipe
cabalgando, como algo salido de un cuento, figuras que cabalgaban por los pardos
campos invernales atravesando la clara neblina, y se desvanecían en la luz, y
desaparecían.
En los pastos el trabajo era muy duro. «¿Quién no trabaja duro?», le había preguntado
Emer, mostrándole sus fuertes y redondos brazos, sus fuertes y rojas manos. El ganadero
Aliso esperaba que él se quedara allí afuera en las praderas hasta haber tocado a cada
una de las bestias con vida, allí en los rebaños. Aliso había enviado con él a dos
vaqueros. Montaron una especie de campamento, con una gran tela para el suelo y una
media tienda. Lo único que había para quemar allí en el pantano eran pequeñas ramitas y
juncos muertos, y el fuego apenas era suficiente para hervir agua y nunca suficiente para
calentar a un hombre. Los vaqueros montaron y trataron de reunir a los animales para que
él pudiera tenerlos en un rebaño, en vez de acudir a ellos uno por uno mientras se
dispersaban buscando en los pastos hierbas secas, escarchadas. No podían mantener al
ganado reunido durante mucho tiempo, y se enfadaban con las reses, y con él por no
moverse más rápido. A él le parecía extraño que no tuvieran paciencia con los animales, a
los que trataban como cosas, manejándolos como una viga de madera empuja troncos en
un río, simplemente por la fuerza.
No tenían paciencia tampoco con él, siempre le decían que se apurara y que terminara
con su trabajo; ni con ellos mismos, ni con sus propias vidas. Cuando hablaban entre ellos
era siempre sobre lo que iban a hacer en el pueblo, en Oraby, cuando les pagaran. Oyó
hablar bastante sobre las prostitutas de Oraby, Margarita y Goldie y de la que llamaban
«el arbusto ardiente». Irioth tenía que sentarse con aquellos muchachos porque todos
necesitaban todo el calor que el fuego pudiera aportar, pero ellos no querían que él
estuviera allí y él no quería estar allí con ellos. Sabía que ellos temían, aunque levemente,
que él fuera un hechicero, y le tenían celos, pero sobre todo desprecio. Era viejo, distinto,
no era uno de ellos. Conocía el miedo y los celos, y los evitaba, y el desprecio lo
recordaba. Estaba contento de no ser uno de ellos, de que ellos no quisieran hablarle.
Tenía miedo de hacerles daño.
Se levantó en la helada mañana mientras ellos aún dormían enrollados en sus mantas.
Sabía dónde estaba el ganado más cercano, y se acercó a él. Ahora la enfermedad le era
muy familiar. La sentía en sus manos como una quemadura, y sentía náuseas si estaba
muy avanzada. Al acercarse a un buey que estaba recostado en el suelo, se sintió
mareado y con arcadas. No se acercó más, pero pronunció las palabras que podrían
hacer la muerte más llevadera, y siguió adelante.
Le dejaban caminar entre ellos, salvajes como eran y no habiendo obtenido nada de los
hombres más que castraciones y matanzas. Le gustaba sentir que ellos confiaban en él, y
se sentía orgulloso. No debería, pero así era. Si quería tocar a alguna de las bestias más
grandes, simplemente tenía que detenerse junto a ella y hablarle durante un rato en la
lengua de aquellos que no hablan. «Ulla», decía, nombrándolos. «Ellu. Ellua.» Ellos se
detenían, grandes, indiferentes; a veces uno lo miraba durante un largo rato. A veces otro
se acercaba a él con su andar tranquilo, suelto, majestuoso, y respiraba en su palma
abierta. A todos los que se acercaban a él podía curarlos. Posaba sus manos sobre ellos,
sobre el duro pelaje, sobre las ijadas calientes y sobre el cuello, y enviaba la curación a
sus manos pronunciando una y otra vez las palabras del poder. Después de un rato, el
animal tendría un temblor, o sacudiría un poco la cabeza, o daría un paso hacia adelante.
Y él bajaría las manos y se quedaría allí de pie, agotado y sin expresión, durante un rato.
Luego vendría otro, grande, curioso, tímidamente audaz, cubierto de barro, con la
enfermedad en él como un escozor, un hormigueo, un calor en sus manos, un mareo.
«Ellu», diría entonces, y caminaría hasta la bestia, y posaría sus manos sobre ella hasta
sentirlas frías, como si el arroyo de una montaña pasara a través de ellas.
Los vaqueros estaban discutiendo si era seguro o no comer la carne de un buey muerto
por la peste. Las provisiones de comida que habían traído, para empezar escasas,
estaban a punto de acabarse. En lugar de cabalgar entre veinte y treinta millas para
reabastecerse, querían cortarle la lengua a un buey que había muerto por allí cerca
aquella mañana.
Él les había obligado a hervir toda el agua que usaran. Y ahora les dijo: Si coméis
esa carne, dentro de un año comenzaréis a sentiros mareados. Terminaréis
tambaleándoos y moriréis como estos animales.
Ellos maldijeron y se burlaron, pero le creyeron. El no tenía idea de si lo que había
dicho era verdad. Le había parecido que era verdad mientras lo decía. Tal vez quería
fastidiarlos. Tal vez quería deshacerse de ellos.
Cabalgad de vuelta les dijo . Dejadme aquí. Hay comida suficiente para un
hombre para tres o cuatro días más. El burdégano me llevará de regreso.
No necesitaban que los persuadieran. Se marcharon cabalgando, dejándolo todo atrás,
sus mantas, la tienda, la olla de hierro. «¿Cómo llevaremos todo eso de regreso a la
aldea?», le preguntó al burdégano. Ella cuidaba de los ponies y decía lo que dicen los
burdéganos: «¡Aaawww!», dijo. Echaría de menos a los ponis.
Tenemos que terminar el trabajo aquí le dijo él, y ella lo miró dulcemente. Todos
los animales tenían paciencia, pero la paciencia de los caballos era maravillosa, y era
innata. Los perros eran leales, aunque más que nada aquello era obediencia. Los perros
eran jerárquicos, dividían al mundo en señores y plebeyos. Los caballos eran todos
señores. Acordaban la connivencia. Se recordaba caminando entre las inmensas y
empenachadas patas de los caballos de carretas, sin miedo. El calor de su respiración
sobre su cabeza. Hacía ya mucho tiempo. Se acercó al hermoso burdégano y le habló,
llamándola querida, confortándola para que no se sintiera sola.
Le llevó seis días más llegar a los grandes rebaños que estaban en los pantanos del
este. Los últimos dos días los pasó cabalgando de aquí para allá para alcanzar a los
grupos que se habían dispersado hasta llegar al pie de la montaña. Muchos de ellos
todavía no estaban infectados, y pudo protegerlos. El burdégano lo llevó sobre el lomo
desnudo y con un andar muy tranquilo. Pero ya no tenía nada para comer. Cabalgando de
[ Pobierz całość w formacie PDF ]