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solarla. El, Leto, ¿no?, las contemplaba desde la puerta, espe-
rando, deseando casi, sin darse cuenta tal vez, que no advirtie-
ran su presencia pero, como si hubiese adivinado sus pensa-
mientos, o quizás por haberlos adivinado, Isabel, que ya había
empezado a calmarse un poco, clavó los ojos en los suyos y,
adoptando un aire de fatiga y conmiseración, hizo el gesto que
él, al mismo tiempo que lo percibía, empezó a exorcizar con to-
das sus fuerzas para que no se produjera, a saber que estirara
los brazos en su dirección incitándolo a que venga a acurrucarse
en ellos, de modo que, cuando vio los brazos blandos y redon-
dos que lo llamaban, salió corriendo del dormitorio y se encerró
en su pieza. Estuvo en ella hasta el anochecer, sin pensar que
se encerraba, sin aprensión ni culpabilidad no, se quedó ju-
gando y oyendo, de tanto en tanto, los ruidos de la casa, el
hombre que de a ratos salía del tallercito para ir al baño o a la
cocina, el regreso de Isabel que, canturreando, al parecer con-
tenta otra vez y un poco ensimismada, empezó a preparar la
cena. Cuando comprendió que llegaba la hora de comer, salió
para la cocina y la ayudó a poner la mesa. Parecía fresca y tran-
quila, cuidadosa y ágil en sus tareas domésticas, satisfecha casi,
y ya a los ocho o nueve años, esos cambios de humor inexplica-
bles, pero que adivinaba sinceros, lo maravillaban. Cuando todo
estuvo listo, ella le dijo que fuera a llamar al hombre a la mesa,
de modo que Leto, sin apurarse, atravesó la casa y, por la puer-
ta entreabierta, se asomó al tallercito instalado en el garaje.
El hombre, tal vez porque había llegado hasta él el olor a co-
mida, o porque la hora habitual de la cena se aproximaba, o
porque al oír canturrear a Isabel en la cocina había comprendido
que después de la pelea de la tarde la rutina de la casa funcio-
naba de nuevo, estaba parado junto a la mesa, ordenando sus
implementos, como lo hacía cada vez que salía del tallercito,
aunque más no fuera para comer y estar de vuelta a la media
hora. Un vistazo le bastó a Leto para darse cuenta de que todo
estaba de nuevo en su lugar y que en el orden habitual del ta-
llercito no quedaba el menor rastro de lo que había sucedido.
Serio y amable, el hombre, al oírlo llegar, le dirigió una mirada
rápida de asentimiento, pero durante la distracción fugacísima
que esa mirada le insumió, sus dedos, que palpaban la superfi-
cie de la mesa en un sector próximo a la pared, tocaron algo,
tan inesperado, intenso y brutal que el brazo se retrajo y el
cuerpo entero, contraído y rígido, saltó o fue como chupado
hacia atrás, mientras el hombre, con expresión dolorida, se fro-
taba la mano y el brazo que acababan de retraerse. Leto estaba
demasiado familiarizado con sus actividades como para no darse
cuenta de que el hombre había recibido una descarga eléctrica,
una patada, como le decían, pero la sorpresa de ver realizarse
ante sus ojos la manifestación del hecho con que venían aterro-
rizándolo desde que había empezado a gatear, cedió en seguida
paso al asombro, casi al pánico, ante la reacción imprevista del
hombre que, después de recuperarse de su sorpresa, empezó a
esbozar una sonrisa extraña, malévola, y, sin dejar de frotarse
el brazo, empezó a hablar, a dialogar con la fuerza invisible que
lo había sacudido, a conversar casi, con un tono tierno, pero
irónico y desafiante, no exento de amenaza, como hubiese po-
dido hacerlo con algo vivo, un cachorro o un ser humano con el
que lo ligase una intimidad problemática. Irónico, plagado de
amor-odio, el hombre platicaba, reconviniéndolo, con lo invisi-
ble. Se acercó a la mesa y se inclinó hacia la pared en la que,
poniéndose en puntas de pie, Leto alcanzó a divisar el extremo
de un cable, hecho de unos filamentos desnudos y retorcidos de
cobre que el hombre empezó a revocar, a torear casi, igual que
con un perro excitado, con el dorso del índice, que acercaba y
alejaba prudente pero atrevido, para tantear la intensidad, los
límites de la fuerza, casi podría decirse su territorio, y no pocas
veces se veía obligado a retirar el dedo con rapidez, invisible y
vigilante, sin por eso dejar de sonreír ni de hablarle, en un su-
surro constante y juguetón, concentrado y familiar, un trata-
miento exclusivo, mórbido de tan auténtico que, y de eso Leto
estaba seguro, el hombre no dispensaba a ninguna otra presen-
cia sobre la tierra.
El Matemático, entretanto, parece haberse calmado. A medida
que avanzaban por el medio de la calle, a Leto le han ido lle-
gando, cada vez más débiles, ráfagas de su silencio agitado. La
actitud de Tomatis, después de haber generado en él en el
Matemático, ¿no? , escepticismo y hasta una especie de rumia-
ción confusa y acalorada en el momento de la separación, cuan-
do Tomatis ha dado muestras francas, como se dice, de hostili-
dad, se han transformado ahora, a decir verdad, en una estima-
ción psicológica no exenta de tolerancia, un renunciamiento que
lo induce a minimizar lo arbitrario del comportamiento de Toma-
tis o a atribuirlo a una debilidad moral pasajera de la que Toma-
tis sería más víctima que responsable. Ha tenido que vencer,
eso sí, las oleadas fugaces del Episodio que, subiendo desde la
oscuridad, se manifestaron varias veces, durante el debate que
ha venido llevando consigo mismo. Ha tenido que vencerlas,
desde luego, pero las ha vencido. De modo que, respirando
hondo, y advirtiendo que Leto, que camina silencioso junto a él,
agobiado al parecer por los desplantes de Tomatis, parece
emerger también de sus pensamientos y se dispone a retomar
la conversación, el Matemático yergue la cabeza, satisfecho, y,
enderezándose un poco, mira con euforia o firmeza la calle so-
leada y recta que se extiende ante él. La ve nítida, clara, vivien-
te le parece que, sumido en chicanas psicológicas y en lucu-
braciones sombrías, se ha venido perdiendo lo mejor. Su entu-
siasmo atenuado, que modifica incluso el ritmo de su marcha,
se propaga hasta el propio Leto que, casi al mismo tiempo que
él, sale de su propio ensimismamiento y siente que el hecho de
estar ahí, en el presente y no en la ciénaga de la memoria, aun-
que no ignora que lo arcaico perdura en lo material, en los hue-
sos y en la sangre, de estar ahí, en la luz de la mañana, le pro-
duce un temblor de gozo y un sobresalto de liberación. "Tan pa-
panatas, después de todo, no son", piensa y alza los ojos que se
encuentran, durante un instante que se prolonga, con los del
Matemático, abiertos y radiosos. El incidente Tomatis, masa
blanda y oscura que acaba de enchastrar la mañana con sus
salpicaduras pegajosas, se desintegra en el pasado, que es
tiempo y calle recta a la vez, materia y soplo o fluido o quién
sabe qué entrelazados, que la sucesión cristalina pero áspera de
la experiencia, con ecuanimidad insondable, va descartando y
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