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se las hubo llevado, volvió a salir corriendo de la canoa, a tal velocidad que parecía embrujado, pues en
verdad era el hombre más ágil que jamás hubiese visto. Podría decirse que corría tan rápidamente que hasta
llegué a perderlo de vista por un instante. Le grité y lo llamé pero fue en vano. Al cabo de un cuarto de
hora, regresó, un poco más lentamente que a la ida, pues, según pude ver mientras se acercaba, traía algo en
las manos.
Cuando llegó hasta donde yo estaba, me di cuenta de que había ido hasta la canoa a por un jarro o vasija
para llevarle un poco de agua fresca a su padre. Traía, además, dos galletas y unos panes. Me dio los panes
y le llevó las galletas al padre. Como también me sentía muy sediento, tomé un sorbo. El agua reanimó a su
padre mucho mejor que todo el ron o licor que yo le había dado, pues se estaba muriendo de sed.
Cuando su padre hubo bebido, llamé a Viernes para saber si quedaba agua. Respondió que sí y le ordené
que le llevara un poco al pobre español, que necesitaba tantos cuidados como su padre. También le dije que
le llevara uno de los panes que había traído. El pobre español, que estaba muy débil, reposaba sobre la
hierba a la sombra de un árbol. Sus extremidades estaban entumecidas e hinchadas a causa de las fuertes
ataduras que le habían hecho. Cuando Viernes se le acercó con el agua, se sentó y bebió. También tomó el
pan y comenzó a comerlo. Entonces, me aproximé y le di un puñado de pasas. Me miró con una evidente
expresión de gratitud en el rostro pero estaba tan fatigado por el combate que no podía mantenerse en pie.
Dos o tres veces intentó incorporarse pero le resultaba imposible, a causa de la inflamación y el dolor en las
piernas. Le dije que se quedara tranquilo e indiqué a Viernes que se las untara y friccionara con ron, como
había hecho antes con su padre.
Mientras hacía esto, mi pobre y afectuosa criatura, volvía la cabeza cada dos minutos, quizás menos, para
ver si su padre seguía en la misma posición en que lo había dejado. De pronto, al no poder verlo, se levantó
y, sin decir una palabra, corrió hacia él tan rápidamente que parecía que sus pies no tocaban la tierra.
Cuando llegó a la canoa y se dio cuenta de que su padre solo se había recostado para descansar las piernas,
regresó inmediatamente hacia donde yo estaba. Entonces, le pedí al español que le permitiera a Viernes
ayudarlo a levantarse para conducirlo a la barca y, de ahí, a nuestra morada, donde yo me haría cargo de él.
Mas Viernes, que era joven y robusto, cargó sobre sus espaldas al español hasta la canoa, lo colocó con
mucha delicadeza en el borde, con los pies por dentro, y lo acomodó al lado de su padre. Después, saltó de
la piragua, la metió en el mar y remó a lo largo de toda la costa, mucho más rápidamente de lo que yo podía
avanzar caminando, a pesar de que soplaba un viento muy fuerte. Habiéndolos traído a salvo hasta nuestra
ensenada, los dejó en la canoa y salió corriendo a buscar la otra. Al pasar junto a mí, le pregunté a dónde
iba y me respondió: «Busca más canoa.» Partió como el viento, pues, seguramente, jamás hombre o caballo
corrieron como él, y llegó con la segunda canoa hasta la ensenada casi antes que yo, que iba por tierra. Así
pues, me condujo hasta la otra orilla y se apresuró a ayudar a nuestros nuevos huéspedes a salir de la canoa.
Pero ninguno estaba en condiciones de caminar, por lo que el pobre Viernes no supo qué hacer.
Me puse a pensar en una solución y decidí decirle a Viernes que los ayudase a sentarse en la orilla y que
viniese conmigo. Rápidamente, fabriqué una suerte de carretilla para transportarlos entre ambos. Así lo
hicimos pero cuando llegamos hasta la parte exterior de nuestra muralla o fortificación, nos hallamos ante
una situación más complicada que la anterior, pues era imposible pasarlos por encima y yo no estaba
dispuesto a derribarla. Viernes y yo nos pusimos nuevamente a trabajar y, en casi dos horas, construimos
una hermosa tienda, cubierta con velas viejas y recubierta con ramas de árboles, en la parte exterior de la
muralla, entre esta y el bosquecillo que había plantado. También hicimos dos camas con paja de arroz,
encima de las cuales colo camos dos mantas; una para acostarse y otra para cubrirse.
Mi isla estaba ahora poblada y me consideré rico en súbditos. Me hacía gracia verme como si fuese un
rey. En primer lugar, toda la tierra era de mi absoluta propiedad, de manera que tenía un derecho
indiscutible al dominio. En segundo lugar, mis súbditos eran totalmente sumisos pues yo era su señor y
legislador absoluto y todos me debían la vida. De haber sido necesario, todos habrían sacrificado sus vidas
por mí. También me llamaba la atención que mis tres súbditos pertenecieran a religiones distintas. Mi
siervo Viernes era Protestante, su padre, un caníbal pagano y el español, papista. No obstante, y, dicho sea
de paso, decreté libertad de conciencia en todos mis dominios.
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